ES PATAGONIA
Es sur, pampa, tierra y viento.
Es Patagonia, estepa y malos recuerdos.
Es un pueblo, pocas vidas, mucho guiso y nada de sal.
Hay una casa de techo verde conservante.
Hay cuatro habitaciones, dos patrones, cinco hijos y un mal.
Poca mujer para tanto taco.
Mucho rumor no contado.
Mucho
labial rojo incierto.
No es fácil apagar el brillo y menos fácil es esconder
remeras con breteles.
El varón, la ilusión machona del macho mayor.
El varón, la proliferación de la historia para la hembra
madre.
El varón, la protección divina para esas cristalizadas vidas
de hermanas.
El varón, la tierra, la lluvia, el barro y el golpe de puño
para otro varón familiar.
En una noche sin nubes y estrellas vidriosas, una verdad se
escupe diente afuera.
El mal intenta imponer su bien.
El mal impuesto quiere dejar
de serlo.
¿Qué tan malo puede ser algo que te toca sin elegir?
La verdad empuja más que un machito en el canal de parto.
La
verdad odia vivir sola adentro de alguien.
Pasa un remolino de arena con piedras de punta y se pierde detrás de una meseta chata, como el pueblo.
El frío es tanto que cae arriba de las casas como baldazos
de salmones muertos.
El aire es pesado, la calefacción amenaza con dejar de
funcionar.
Si se consigue esquivar tanto obstáculo, quizás algún día se
pueda contar.
Qué extraño es todo ahora afuera.
Qué diferente se ve el barrio, las calles, los canteros.
¿Qué es lo diferente?
Los vecinos hablan como siempre, pero suenan distintos.
Murmuran lo que escuchan y expanden rumores como plagas pandémicas.
La pandemia más visible es la infección de las bocas, llenas
de burbujas, que encierran dolores ajenos a punto de explotar.
Es Patagonia, estepa y malos recuerdos.
Agarrar la costa del río y esquivar árboles para escapar.
Encontrar en pozos de pasto podrido un refugio para pensar,
silencio para llorar, aire para seguir, tierra firme para entender.
En la plaza del centro, tres pares de ojos emanan una única identidad
imantada.
La identificación, la atracción, la reconciliación, el
abrazo y el sentimiento de una unión perpetua custodiada por barrotes que nadie
puede ya disimular.
Ahora son más, no los une la sangre, ni el pasado, ni el
presente.
Disfrutan, pero más se defienden.
Duermen de día y amanecen
de noche.
Son dueños de las rutas escarchadas y conocen los sabores de
lo marginal, lo enorme de ser una minoría, lo intenso de ser unos rezagados.
Enfrentan el mundo entre las risas y los golpes, entre la
música y la huida, entre agresiones desmedidas y cadera, mucha cadera.
Resbalan y caen con la cara que revienta contra un asfalto de hielo y
que ni así logra ganarles.
Crecer perdidos en el tiempo, pero sin dejar que el tiempo se
los devore y ni tampoco el juicio eterno del que cómodo usa el dedo índice para el
estigma fácil.
Allá, en el sur, en esa Patagonia fría y solitaria, hubo un pasado sin derechos y hoy se cuenta, habla, nace y se despliega para después enterrarlo en el cementerio del pueblo.
Es el pasado que pesa y siempre
quiere volver a nacer.
Qué bueno es poder contarlo.
Qué sano es hablar.
Qué mágico
es parecerse a uno mismo.
Qué poco daño causan los motivos justos.
Una identidad sexual, individual e intransferible, nunca
puede ser motivo de desgracias ajenas.
Martín González Robles.-
31 de mayo de 2014