sábado, 18 de julio de 2020

EL VIAJE MÁS LARGO DE MI VIDA


Diciembre de 1993

No puedo dar fe de estar narrando exactamente toda la verdad de las cosas, es que son algunos recuerdos, vagos también, sobre una pequeña (que no sé si tan pequeña) historia de mi vida, o de varias historias de mi vida, que termina siendo una sola, como un cuento sin fin… o con. Sucedió durante mi infancia, mientras construía los cimientos del que sería después, hablo de mí. Y mi presente tiene mucho —o todo— de ese pasado.

Mi papá era militar. Tenía marcado el destino nómada desde que comenzó su carrera. Cada cinco años le salía el “pase”. Ese pase que era tan esperado por él, era igual de odiado por el resto de la familia. Es que sí, lo sufríamos mucho. Mudarnos de una provincia a otra era mudarnos de galaxia. En cada lugar que viví, al llegar, me sentía un extraterrestre hasta que me adaptaba al clima, a la forma de hablar, de comer, a nuevas amigas y amigos, a nuevos olores, a otros cielos, a mí. El pase de mi papá que más me marcó fue el que le salió desde Bernardo de Irigoyen, Misiones, hasta Comandante Luis Piedra Buena, Santa Cruz; algo así como más de 4500 km entre un lugar y el otro. Tardamos treinta días en llegar.

EL DRAMA que fue cuando llegó un día y nos dijo “nos vamos a la Patagonia”. Estábamos almorzando, el puchero nos quedó atragantado. Vivíamos en una casa que nos adjudicaron a pagar en cuotas por medio del gobierno de la provincia. Era hermosa: cuatro habitaciones, dos baños, una cocina y un living gigantes. Más no podíamos pedir. El frente daba a una especie de capuera amazónica donde tranquilamente pudieron haber rodado la película “Tarzán”. Tal es así que mi mamá, cuando barría la vereda, espantaba a las víboras con el escobillón. Pobre, les tenía fobia y se enfrentaba con ellas cara a cara. Yo la veía desde la ventana de mi cuarto y notaba cómo intentaba derribar sus miedos a palazos. No sé si la superó, no lo hemos vuelto a hablar.

Viví en Bernardo de Irigoyen desde los siete hasta los doce años. El mundo estaba en mis manos en el mejor lugar donde pude haber estado. Llegaba de la escuela, comía y me iba a la selva con mis amigas y amigos y nos perdíamos por ahí; robábamos mandiocas en un campo y choclos en otro; cortábamos cañas de azúcar con un machete y chupábamos el néctar ahí mismo; descubríamos saltos de agua escondidos y nos bañábamos toda la tarde. Éramos felices y completos. Cuando veíamos que era la hora de volver, volvíamos a casa. Cagada a pedos mediante al son de “¿dónde estuvieron todas estas horas?, estuve con el Jesús en la boca” que nos decía mamá. Es que con Jorgito, mi hermano más chico, no teníamos mejor plan que irnos todos los días a descubrir ese mundo, y pasar horas jugando con nuestro grupo. En el monte me besaron por primera vez, y digo me besaron porque fue literal: una amiga me comió la boca y floté por un instante. ¡Cómo olvidarlo! Mi hermana María Pía siempre estaba con mi hermano y conmigo, nos acompañaba, era como un yaguareté agazapado a la espera de defendernos de cualquier cosa. De ella aprendí que los géneros no existen, porque su forma de ser fue híbrida, no parecía chica ni chico, se parecía a ella misma y eso fue lo más hermoso que tuvo siempre. Así que ojito si alguien se metía con nosotros porque se ponía fulera la cosa. Hasta hoy sigue siendo igual.

El barrio era nuevo y como estaba bastante alejado del centro del pueblo, habían construido una escuela fronteriza. Vivíamos pegados a Brasil, solo nos dividía un murito de 20 centímetros de alto. Podíamos tener un pie en Argentina y otro en Brasil, siempre fue un juego que hacíamos recurrentemente con mis compañeras y compañeros. Cuando izábamos la bandera, desde el lado brasileño se paraban hasta que terminábamos. La convivencia entre los países era armoniosa, excepto cuando se trataba de fútbol (más típico no se encuentra).

La cuestión es que ese pase nos generó una especie de shock, definitivamente estábamos en shock, no nos podíamos reponer de la noticia. Mi familia en ese momento éramos mamá Mercedes, papá Jorge, cinco entre hermanas y hermanos, y una sobrina: Fernanda, Maisa con su hija Carito, María Pía, Jorgito y yo. Fernanda se había casado hacía un año y vivía en su casa, por lo que no se iba a tener que mudar al sur. Podríamos decir que fue la más beneficiada. Bueno, a juzgar por los hechos, estaba muy triste de quedarse sola, porque como es la mayor, oficiaba un poco de madre del resto cuando mamá salía a trabajar. Su protección la sigo teniendo porque ella es instintivamente así. Todo fueron despedidas interminables con amigas, amigos, vecinas y vecinos. Y el otro gran tema: dejar nuestra casa, tener que venderla, mentalizarnos de que nos íbamos de nuestro sitio después de cinco años a un lugar del que no teníamos ni noticias. 1993 terminaba y todo lo que sabíamos de nuestro país era por libracos de geografía que estaban en la biblioteca de casa. En resumen, nos íbamos a ciegas, en todo sentido.

Teníamos un Ford Fairlane. Un auto enorme, tipo barco, ideal para hacer ese viaje hacia lo desconocido. Y sí, lo digo con algo de bronca porque eso sentía en ese momento: yo no me quería ir. Empezamos a embalar todo, a ordenar ropa, a donar y a tirar cosas. La mudanza salió hacia el sur una semana antes que nosotros. Toda esa semana en la que ya no teníamos nuestros muebles, dormíamos en una casa vacía sobre colchones tirados en el piso. Teníamos una cocina de camping en la que mi mamá intentaba hacer algún que otro buen guiso... hacía lo que podía. El escenario era el peor, queríamos dejar de vivir esa angustia por tener que irnos.

Mamá fue la genia absoluta de toda la logística. Craneó todo: desde cómo íbamos a ir sentados en el auto, midió el espacio del baúl con el que contaba para llevar ollas, cubiertos, repasadores, bolsos y canastos enteros de comida. Mientras tanto, mi papá estaba con la guardia baja, limpiaba el auto en silencio, nos miraba de reojo; tenía algo de culpa. El traslado era un hecho y estaba todo en marcha. Éramos una familia muy unida y las reglas siempre fueron claras en relación a eso. Nos mudamos 8 veces de provincia. Pero esta no fue como las otras, fue particular, distinta.

Maisa tenía novio, se llamaba Rubén. La ruptura amorosa fue un terrible dolor porque ella se iba del pueblo y sabían que no volverían a verse nunca más. Se querían y sufrieron de verdad. Así que Maisa tiene el récord de lágrimas lloradas por amor. El peor de los récords, ahora que lo pienso.

Llegó el día de irnos y mi casa fue una sala velatoria. Vinieron vecinas, vecinos, amigas y amigos a despedirnos. Fernanda y su marido también vinieron a saludarnos, un pedazo nuestro se quedaba ahí. Nuestra hermana lloraba como marrana y nosotros ni les digo. Entre abrazos, llantos y la entrega de las llaves a los nuevos dueños de nuestro hogar, nos subimos a ese auto que iba bajísimo de tanto peso. El barrio en el que vivíamos estaba en una especie de pozo o de bajada profunda; tuvimos que ascender cargadísimos por esa calle que era súper empinada. Costó subir, como si no quisiésemos irnos. Al llegar arriba y darnos vuelta, vimos a nuestra casa por última vez, rodeada de tierra colorada y de gente que nos saludaba con las manos en alto, y nosotros salidos por las ventanas del auto a los gritos pelados de amor y con la promesa de volver a vernos. Esas promesas se mantuvieron a lo largo de toda mi vida.

En el viaje nos pasó de todo, nada que no esperásemos. Desde pinchaduras de gomas, nos peleábamos entre nosotros por pavadas, mi mamá tiraba la mano para atrás intentando fajarnos para que nos calmásemos. Comíamos en cualquier lugar de la ruta, dormíamos donde nos agarraba sueño. Heredé de mamá ser un gran copiloto porque NADIE como ella: cuando mi papá cabeceaba porque el cansancio y el sueño lo vencían, estaba para despertarlo, animarlo, darle mates, un poco de jugo y ocuparse de que estuviésemos a salvo, como buena madre que fue siempre. Mi rol fue guiar a mi papá en la ruta e indicarle el camino. Lo hice con un mapa en papel de rutas argentinas que plegado era chico, pero abierto era una incomodidad total. Cumplí con mi objetivo. Hasta llegó a decirme que gracias a mí estábamos yendo bien. Me sentí orgulloso y comprometido. Me concentré más que nunca y no fallé.

Mi hermana Maisa lloraba callada la boca, sin querer que nos diésemos cuenta, excepto yo, de que iba triste pensando en Rubén. Carito, que era una bebé, viajaba en su regazo y yo le ofrecía mi hombro para que llorase. Pero era terca, prefería morderse los labios antes que llorar y dar lástima. Siempre fue una mujer fuerte, he aprendido mucho de ella. La imagen de su tristeza de aquel viaje la tengo todavía en alguna valija guardada, como a nuestra conexión.

Pasaron kilómetros, pueblos, provincias, días, horas. Pasó el tiempo y seguíamos en ese auto que fue nuestra casa por un mes. Cerca de Comodoro Rivadavia tuvimos a un compañero nuevo a la izquierda: el Océano Atlántico, tan azul y mágico. Y de repente, empezamos a ver todo con otros ojos. El humor ya era otro, sin tantas tensiones. Fue el momento en el que empezamos a ilusionarnos con lo nuevo que nos tocaba vivir. Porque, en definitiva, asumimos que en Piedra Buena nos esperaba una casa, un hogar. Y estábamos cerca, a horas de nuestra meta, de esa nueva vida.

Ya en la Patagonia profunda, entre Caleta Olivia y Puerto San Julián, a poco de terminar el viaje, nos quedamos sin nafta y fue grave. Grave porque la próxima estación de servicio quedaba a 100 kilómetros más adelante. No teníamos ninguna reserva de combustible, poca comida, estábamos en el medio de la nada. Mi padre decidió hacer dedo e ir a buscar nafta con el plan de volver, a dedo también, hasta donde estábamos. A pesar de la incertidumbre, esas horas fueron buenas para comenzar una amistad con el frío y el viento patagónico. La temperatura empezó a bajar; ya el calor sofocante de la selva misionera se había esfumado por completo. Sacamos todos los abrigos que teníamos y bajamos del auto. Empezamos a caminar, a respirar. Fue la primera vez que inhalé un aire tan limpio, tan puro. La sensación fue hermosa. El sol se empezó a perder entre las montañas y papá que no volvía. Volvimos al auto y nos quedamos dormidos. Al rato una luz nos encandeció, era el auto de un desconocido que traía a papá con un bidón lleno; y fue como ver a un superhéroe desfigurado que venía del más allá, estaba abatido, pero no derrotado. Al contrario, volvió victorioso con la solución y pudimos seguir. "Vamos que queda menos", nos alentaba cada tanto; y yo volví a enamorarme de él, la tristeza por el pase empezó a irse.

En un momento apareció un cartel de ruta, de esos de color verde que te dicen los kilómetros que faltan para llegar a un lugar y decía PIEDRA BUENA 100 KM. Nos brotó la ansiedad, estábamos llegando por fn. El dato que teníamos era que el pueblo también estaba en un pozo, como en un valle, y que al llegar lo veríamos desde arriba de la montaña, ni idea. Ese dato no sé cómo lo obtuvimos, pero fue verdad: empezamos a ver a lo lejos las luces de las calles de un pueblo mientras atardecía. Piedra Buena estaba frente a nuestros ojos, un pueblo cristalino, limpio, con un río verde, un puente enorme y mucha vegetación. Entre tanta pampa ver eso fue una maravilla. Habíamos llegado, pero no todo fue como lo esperábamos.

Mi papá fue a buscar las llaves de la casa que nos habían dado en el barrio militar y le dijeron que aún estaba habitada, y que se desocuparía en un mes aproximadamente. A esa altura estábamos entregados, entre el cansancio y el hambre nos importó en el momento, pero lo superamos rápido. Nos fuimos a vivir al cuartel donde habían destinado a papá, más exactamente en la enfermería. Nos esperaron con vacío al horno y papas. Y lo disfrutamos mucho, comenzamos a aliviarnos. Vivimos un mes ahí y dormíamos en camas de internación donde la joda era plegarlas con la manija y arruinarnos el descanso.

A los seis meses, ya instalados en casa y más adaptados, sonó el teléfono: era Fernanda, nos contó que se había separado y se venía a vivir al sur.

Mamá y papá pudieron comprar un terreno y construir una nueva casa, casi tan simbólicamente como construir una nueva vida. También fue la última casa que nos tuvo juntos porque después cada cual hizo la suya. Fuimos felices y lo llevo en la sangre.

Diciembre de 2016

Hace un par de años, un compañero de la facultad me preguntó por qué ponía a la Patagonia en todo lo que escribía, y no supe qué responderle. Quizás este relato lo responda mejor que yo.


Yo en un acto escolar en Misiones (1992).

Jorgito, Maisa, Carito y yo en el Glaciar
Perito Moreno, Santa Cruz (1996).


Martín González Robles.-
18 de julio de 2020