domingo, 3 de noviembre de 2013

Volviendo de la casa de la uruguaya


Montevideo, Uruguay. 

Paro un taxi.
Señor jorobado. Con joroba y anteojos culo de sifón.
Chocaba el volante con su nariz y sin inclinarse hacia adelante. Imagínenlo.
No me habla.
Le digo "Hola".
Me dice "Hola".
Le digo (a los 30 segundos de haberme subido al taxi y esto me pasó por incontinente verbal que soy desde chico) "¿Muchas horas de trabajo?"
Me dice "¿Cómo muchas horas?"
Le digo "Claro, ¿muchas horas?"
Me dice "No, las necesarias".
Le digo "Ah".
No me dice nada.
Me dice (él solo sin que al fin yo no le pregunte nada) "Trabajo 9 horas".
Le digo "Ah".
Me dice "A veces 12 horas. Este taxi es de 12 horas".
Le digo "¿12 horas?" (pensaba, doce horas son las que hace que mamá se fue de casa después de que papá le tirara una silla por la espalda mientras ella lavaba los platos, exposición policial mediante, claro).
Me dice "Sí, pero yo no soy de los que trabajan por 12 horas".
Le digo "Ah".
No nos decimos nada.
Seguimos viajando como si tal cosa.
Le digo "Es bastante callado usted".
Me dice "Sí".
Seguimos viajando como si tal cosa.
El silencio que había curaba el dolor por el aborto de trillizos que te hiciste, hija de puta. Te fuiste a hacer uno, te dijeron que eran tres, dijiste "adelante". De nada sirve lamentarse por lo hecho. O los hechos.
Le digo "Usted es muy respetuoso, ¿sabe? Si alguien se sube al taxi y usted no le habla al taxista y el taxista como si nada te empieza a hablar, me parece una falta TOTAL (enérgico yo) de respeto".
Me dice (como si asombrado estuviera) "¿Falta de respeto me dijo?"
Le digo "Sí".
Me dice "Ah, sí, es falta de respeto. Si el pasajero no habla, no hay que hablar".
Le digo "Uno no sabe qué le está pasando al pasajero, ¿no?"
Me dice "No".
Seguimos viajando como si tal cosa.
Llegamos. Detiene el taxímetro. Marcaba $7,44.
Me mira. Lo miro.
Yo tenía todo mezclado en las bermudas regaladas por la suegra amada que cada día que pasa me ama más, como odiarme y repugnarme, como si no existiese otro modo. De hecho, no existe.
Lo que tenía mezclado era la plata, las llaves de casa y monedas a lo pavo.
Y sí... tardé bastante, lo tengo que reconocer.
Encuentro un billete de $5 y uno de $2. Se los doy.
Claro, no llego a los 44 centavos. No llego.
Desesperé. Me miró mal. Hurgué.
Se estarán preguntando cómo resolví el faltante de 44 centavos. ¿Recuerdan que les dije que en las bermudas de la suegra tenía monedas? Bueno, saqué una de 50 centavos y se la di.
Quiso darme una de 5 centavos. No lo dejé. Rió. Me enterneció.
Al bajar, casi mudo y de verdad paralizado frente a este hombre, le dije "Gracias por el respeto". No contestó.
Esperó que entrara al edificio. Me miró por encima de sus anteojos. Lo miré por detrás de la puerta de entrada al edificio.
Se fue. Me fui.
Entré a casa. Reí. Me dormí.

Martín González Robles.-
25 de enero de 2.008.

1 comentario:

Gabriela Purvis dijo...

Muy bueno! me empecé riendo, después me quedé expectante y terminé como dice la crónica, sonriendo..