miércoles, 3 de febrero de 2016

Julieta (cuento)


  La mañana empezaba para Julieta cuando la luz del sol se volvía imposible de aguantar, cuando esa luz tan potente penetraba hasta las paredes de hormigón de su departamento, y pasaba por todos los huecos hasta que llegaba a sus ojos, y la invitaba a un túnel del que ella huía mañana tras mañana; sabía sus intenciones, conocía sus efectos. 

  Apenas entrada en conciencia, el primer acto era ir corriendo al moisés a asegurarse de que su hija estuviese, y cuando abría el velo y veía a Carmela durmiendo, reía aliviada: tenía unos rulos rojos que al sol parecían rubios y lucía pálida, inocente, irreal. La cuna parecía vacía, pero su ángel descansaba enredada entre sus piernas y sus brazos, como si mantuviese una eterna posición fetal y fuese esa la manera más cómoda de dormir, y de existir.

  Julieta ejercitaba mantener la calma ni bien empezaba su día. Los ruidos que venían desde la calle se escuchaban entrecortados y difusos. Las sirenas ganaban protagonismo en su mente, pero les competía con canciones infantiles −que entonaba a los gritos−, hasta que los acordes se perdían lentos en el aire con forma de vapor de invierno... y todo volvía a ser silencio. 
Como parte de su rutina prendía la radio, se preparaba un café suave con mucho azúcar, iba hasta la ventana de la cocina que se había empañado durante la noche y escribía con el dedo en el vidrio palabras sin sentido, mientras movía la boca sin hablar, sacando como podía sentimientos contenidos llenos de frustraciones; las lágrimas le llegaban a la boca mezcladas con algunos mocos.

  Era diseñadora gráfica y trabajaba en una agencia a veinte cuadras de su casa. Iba caminando y aprovechaba el trayecto para dejar a Carmela en la guardería que le quedaba justo a mitad de camino. Caminar era parte del proceso.
Cuando llegaba al lugar le daban un beso y le pedían que se fuese tranquila, que no volviese. Ella insistía en dejar a la bebé, y con la misma discusión de todas las mañanas, se iba y seguía caminando con el cochecito hacia el trabajo, con una mirada dura... casi sin pestañear, asintiendo y negando a la vez con la cabeza.
Su embarazo había sido reciente, no hacía jornada completa; tampoco se la veía muy completa.

  Nunca estaba en calma mientras diseñaba, vivía pendiente de su celular, de si la llamaban de la guardería para darle noticias de la nena o cosas así. Tenía siempre su teléfono en vibrador y pegado al cuerpo para estar atenta de toda notificación. Al punto de que cualquier movimiento que hacía el aparato, ella saltaba asustada y su corazón le palpitaba fuerte... hasta que veía de qué se trataba. Por lo general, era su psiquiatra que le preguntaba cómo estaba, cómo se sentía, si necesitaba algo y si había tomado las pastillas.
Tomaba la medicación media hora antes de salir de trabajar y esperaba que le hiciera efecto para estar tranquila y así ir a buscar a la nena. Aunque tranquila no estaba nunca.

  Tenía 45 años; hija única de una familia de Buenos Aires de clase media. Era rubia; tenía el pelo corto; los ojos color miel; alta, muy alta; llena de pecas en la cara; los dientes algo torcidos.
Su padre, Ernesto, era contador, un hombre que engañó toda la vida a su esposa con su secretaria, pero no tuvo el valor de jugársela: ni por él, ni por ellas.
Nieves, su mamá, era ama de casa y tenía muchos problemas para caminar, la habían operado varias veces, le pusieron clavos de titanio en la columna para que tuviese un mejor pasar, pero su vida era una angustia tras otra: sabía que su esposo estaba con “esa”. Tenía 5 gatos y los trataba como a sus hijos; no dejaba que nadie la contradijera por esa consideración porque ahí sí que era capaz de arañar.
Había en Ernesto algo de compasión hacia Nieves, quizás eso explique, o justifique, la razón por la que nunca pudo dejarla.
Julieta sufrió la ausencia de su padre, se la pasó conteniendo a la madre y tratando de que sobrelleve la vida con viajes que hacían juntas, y fines de semana de charlas, y salidas, pero no pudo ocuparse verdaderamente de su propia vida, ni tampoco de amar.

  El sentimiento de ser madre cada día le pesaba más. Su reloj biológico la estaba apurando, la posibilidad de serlo a los 45 y sin novio era cada vez menos probable. Es por eso que decidió, con la ayuda económica de su papá, empezar un tratamiento de fecundación asistida y poder así cumplir su deseo. Entendiendo que sus padres eran adultos mayores y ella, sin pareja, no quería pasar el resto de sus años sola. 

  El tratamiento fue efectivo, a los pocos meses de haberlo empezado le dieron la noticia de que el embrión había fecundado y que en ocho meses y medio sería mamá. Si era nene lo llamaría Fidel, si era nena Carmela y le diría Carmelita.

  A los 9 meses de gestación, y a punto de parir, algo salió mal y la bebé murió en su vientre. Fue tanto y enorme el dolor por esa pérdida que entró en una profunda depresión; al punto de confundir la realidad. Nunca asumió la muerte de su hija.

  Luego de un tiempo internada por depresión en un centro psiquiátrico, empezó a mostrar signos de evolución y decidieron externarla para que empezara a llevar una vida normal. Ella quiso volver al estudio de diseño y vivía ¿sola?

  Por esa razón en la guardería no la recibían, porque ni en el cochecito, ni en la cuna, hubo nunca una bebé.


Martín González Robles.-
26 de enero de 2016

1 comentario:

Unknown dijo...

Muy lindo. Me encanta los que escribe