jueves, 17 de diciembre de 2020

Perdoname


No sé si ya te lo dije, pero te recuerdo, te recuerdo mucho.
Creo no habértelo dicho porque recordarte me duele.
Tengo un sentimiento difuso, confuso, tormentoso.
Que te quiero es un hecho.
Pero hoy me duele, me duele el corazón, me duele el alma.
Supe de vos y algo me deshizo.
Volví a los días donde nos amábamos sin conciencia.
La conciencia nos vuelve rancios, estúpidos y fríos.
¿Cuál es el sentido cuando nada tiene sentido?
Ahora intento reconstruirme, reconstruirte, pensar en tus ojos color a historia.
Lloro porque me duele, y no te miento.
No sé cuándo me resentí tanto.
No se cuándo te saqué de mí.
No sé cuándo decidí apartarte.
Me duele mucho la idea de perderte, aunque sé que no va a pasar, pero me duele.
Encontrarme con esa historia no vivida me hace tener ganas de vivirla.
¿Cuánta historia nos queda?
¿Vos podés medirla?
¿Cuándo sale el próximo vuelo hasta vos?
Te extraño.
Me di cuenta de que te extraño mucho.
En vos me encuentro a mí.
Vos sos yo y yo soy vos.
Tenemos más cosas que nos unen de las que nos desunen.
Me alejé, me fui y me duele, no deja de dolerme.
¿Y si me quedo sin vos qué?
¿Y si te pierdo qué?
Me gusta, me gusta mucho sentirte hoy.
Me gusta amarte.
Me sienta bien sentirte en mí.
Es enorme, realmente grande.
Es un sentimiento gigante y puro.
Vos tan humana, yo tan tuyo.
Yo tan sensible, vos tan hermosa.
Te imagino con el viento frío en tu cara, con el hielo en tu piel.
Siempre estuvimos lejos, nuestra distancia nos distanció.
Nunca te dediqué nada.
Te tuve muy poco en cuenta.
Esto es lo mínimo.
Lo más pequeño que puedo hacer por vos.
No sé si es poco, no sé si es mucho, no sé nada.
Solo sé que estoy triste.
Solo sé que te amo.
Solo que sé que siempre sentí tu amor.
Te tengo y me repongo.
Te pido perdón y te entrego lo que rescaté.

Mar.-

sábado, 18 de julio de 2020

EL VIAJE MÁS LARGO DE MI VIDA


Diciembre de 1993

No puedo dar fe de estar narrando exactamente toda la verdad de las cosas, es que son algunos recuerdos, vagos también, sobre una pequeña (que no sé si tan pequeña) historia de mi vida, o de varias historias de mi vida, que termina siendo una sola, como un cuento sin fin… o con. Sucedió durante mi infancia, mientras construía los cimientos del que sería después, hablo de mí. Y mi presente tiene mucho —o todo— de ese pasado.

Mi papá era militar. Tenía marcado el destino nómada desde que comenzó su carrera. Cada cinco años le salía el “pase”. Ese pase que era tan esperado por él, era igual de odiado por el resto de la familia. Es que sí, lo sufríamos mucho. Mudarnos de una provincia a otra era mudarnos de galaxia. En cada lugar que viví, al llegar, me sentía un extraterrestre hasta que me adaptaba al clima, a la forma de hablar, de comer, a nuevas amigas y amigos, a nuevos olores, a otros cielos, a mí. El pase de mi papá que más me marcó fue el que le salió desde Bernardo de Irigoyen, Misiones, hasta Comandante Luis Piedra Buena, Santa Cruz; algo así como más de 4500 km entre un lugar y el otro. Tardamos treinta días en llegar.

EL DRAMA que fue cuando llegó un día y nos dijo “nos vamos a la Patagonia”. Estábamos almorzando, el puchero nos quedó atragantado. Vivíamos en una casa que nos adjudicaron a pagar en cuotas por medio del gobierno de la provincia. Era hermosa: cuatro habitaciones, dos baños, una cocina y un living gigantes. Más no podíamos pedir. El frente daba a una especie de capuera amazónica donde tranquilamente pudieron haber rodado la película “Tarzán”. Tal es así que mi mamá, cuando barría la vereda, espantaba a las víboras con el escobillón. Pobre, les tenía fobia y se enfrentaba con ellas cara a cara. Yo la veía desde la ventana de mi cuarto y notaba cómo intentaba derribar sus miedos a palazos. No sé si la superó, no lo hemos vuelto a hablar.

Viví en Bernardo de Irigoyen desde los siete hasta los doce años. El mundo estaba en mis manos en el mejor lugar donde pude haber estado. Llegaba de la escuela, comía y me iba a la selva con mis amigas y amigos y nos perdíamos por ahí; robábamos mandiocas en un campo y choclos en otro; cortábamos cañas de azúcar con un machete y chupábamos el néctar ahí mismo; descubríamos saltos de agua escondidos y nos bañábamos toda la tarde. Éramos felices y completos. Cuando veíamos que era la hora de volver, volvíamos a casa. Cagada a pedos mediante al son de “¿dónde estuvieron todas estas horas?, estuve con el Jesús en la boca” que nos decía mamá. Es que con Jorgito, mi hermano más chico, no teníamos mejor plan que irnos todos los días a descubrir ese mundo, y pasar horas jugando con nuestro grupo. En el monte me besaron por primera vez, y digo me besaron porque fue literal: una amiga me comió la boca y floté por un instante. ¡Cómo olvidarlo! Mi hermana María Pía siempre estaba con mi hermano y conmigo, nos acompañaba, era como un yaguareté agazapado a la espera de defendernos de cualquier cosa. De ella aprendí que los géneros no existen, porque su forma de ser fue híbrida, no parecía chica ni chico, se parecía a ella misma y eso fue lo más hermoso que tuvo siempre. Así que ojito si alguien se metía con nosotros porque se ponía fulera la cosa. Hasta hoy sigue siendo igual.

El barrio era nuevo y como estaba bastante alejado del centro del pueblo, habían construido una escuela fronteriza. Vivíamos pegados a Brasil, solo nos dividía un murito de 20 centímetros de alto. Podíamos tener un pie en Argentina y otro en Brasil, siempre fue un juego que hacíamos recurrentemente con mis compañeras y compañeros. Cuando izábamos la bandera, desde el lado brasileño se paraban hasta que terminábamos. La convivencia entre los países era armoniosa, excepto cuando se trataba de fútbol (más típico no se encuentra).

La cuestión es que ese pase nos generó una especie de shock, definitivamente estábamos en shock, no nos podíamos reponer de la noticia. Mi familia en ese momento éramos mamá Mercedes, papá Jorge, cinco entre hermanas y hermanos, y una sobrina: Fernanda, Maisa con su hija Carito, María Pía, Jorgito y yo. Fernanda se había casado hacía un año y vivía en su casa, por lo que no se iba a tener que mudar al sur. Podríamos decir que fue la más beneficiada. Bueno, a juzgar por los hechos, estaba muy triste de quedarse sola, porque como es la mayor, oficiaba un poco de madre del resto cuando mamá salía a trabajar. Su protección la sigo teniendo porque ella es instintivamente así. Todo fueron despedidas interminables con amigas, amigos, vecinas y vecinos. Y el otro gran tema: dejar nuestra casa, tener que venderla, mentalizarnos de que nos íbamos de nuestro sitio después de cinco años a un lugar del que no teníamos ni noticias. 1993 terminaba y todo lo que sabíamos de nuestro país era por libracos de geografía que estaban en la biblioteca de casa. En resumen, nos íbamos a ciegas, en todo sentido.

Teníamos un Ford Fairlane. Un auto enorme, tipo barco, ideal para hacer ese viaje hacia lo desconocido. Y sí, lo digo con algo de bronca porque eso sentía en ese momento: yo no me quería ir. Empezamos a embalar todo, a ordenar ropa, a donar y a tirar cosas. La mudanza salió hacia el sur una semana antes que nosotros. Toda esa semana en la que ya no teníamos nuestros muebles, dormíamos en una casa vacía sobre colchones tirados en el piso. Teníamos una cocina de camping en la que mi mamá intentaba hacer algún que otro buen guiso... hacía lo que podía. El escenario era el peor, queríamos dejar de vivir esa angustia por tener que irnos.

Mamá fue la genia absoluta de toda la logística. Craneó todo: desde cómo íbamos a ir sentados en el auto, midió el espacio del baúl con el que contaba para llevar ollas, cubiertos, repasadores, bolsos y canastos enteros de comida. Mientras tanto, mi papá estaba con la guardia baja, limpiaba el auto en silencio, nos miraba de reojo; tenía algo de culpa. El traslado era un hecho y estaba todo en marcha. Éramos una familia muy unida y las reglas siempre fueron claras en relación a eso. Nos mudamos 8 veces de provincia. Pero esta no fue como las otras, fue particular, distinta.

Maisa tenía novio, se llamaba Rubén. La ruptura amorosa fue un terrible dolor porque ella se iba del pueblo y sabían que no volverían a verse nunca más. Se querían y sufrieron de verdad. Así que Maisa tiene el récord de lágrimas lloradas por amor. El peor de los récords, ahora que lo pienso.

Llegó el día de irnos y mi casa fue una sala velatoria. Vinieron vecinas, vecinos, amigas y amigos a despedirnos. Fernanda y su marido también vinieron a saludarnos, un pedazo nuestro se quedaba ahí. Nuestra hermana lloraba como marrana y nosotros ni les digo. Entre abrazos, llantos y la entrega de las llaves a los nuevos dueños de nuestro hogar, nos subimos a ese auto que iba bajísimo de tanto peso. El barrio en el que vivíamos estaba en una especie de pozo o de bajada profunda; tuvimos que ascender cargadísimos por esa calle que era súper empinada. Costó subir, como si no quisiésemos irnos. Al llegar arriba y darnos vuelta, vimos a nuestra casa por última vez, rodeada de tierra colorada y de gente que nos saludaba con las manos en alto, y nosotros salidos por las ventanas del auto a los gritos pelados de amor y con la promesa de volver a vernos. Esas promesas se mantuvieron a lo largo de toda mi vida.

En el viaje nos pasó de todo, nada que no esperásemos. Desde pinchaduras de gomas, nos peleábamos entre nosotros por pavadas, mi mamá tiraba la mano para atrás intentando fajarnos para que nos calmásemos. Comíamos en cualquier lugar de la ruta, dormíamos donde nos agarraba sueño. Heredé de mamá ser un gran copiloto porque NADIE como ella: cuando mi papá cabeceaba porque el cansancio y el sueño lo vencían, estaba para despertarlo, animarlo, darle mates, un poco de jugo y ocuparse de que estuviésemos a salvo, como buena madre que fue siempre. Mi rol fue guiar a mi papá en la ruta e indicarle el camino. Lo hice con un mapa en papel de rutas argentinas que plegado era chico, pero abierto era una incomodidad total. Cumplí con mi objetivo. Hasta llegó a decirme que gracias a mí estábamos yendo bien. Me sentí orgulloso y comprometido. Me concentré más que nunca y no fallé.

Mi hermana Maisa lloraba callada la boca, sin querer que nos diésemos cuenta, excepto yo, de que iba triste pensando en Rubén. Carito, que era una bebé, viajaba en su regazo y yo le ofrecía mi hombro para que llorase. Pero era terca, prefería morderse los labios antes que llorar y dar lástima. Siempre fue una mujer fuerte, he aprendido mucho de ella. La imagen de su tristeza de aquel viaje la tengo todavía en alguna valija guardada, como a nuestra conexión.

Pasaron kilómetros, pueblos, provincias, días, horas. Pasó el tiempo y seguíamos en ese auto que fue nuestra casa por un mes. Cerca de Comodoro Rivadavia tuvimos a un compañero nuevo a la izquierda: el Océano Atlántico, tan azul y mágico. Y de repente, empezamos a ver todo con otros ojos. El humor ya era otro, sin tantas tensiones. Fue el momento en el que empezamos a ilusionarnos con lo nuevo que nos tocaba vivir. Porque, en definitiva, asumimos que en Piedra Buena nos esperaba una casa, un hogar. Y estábamos cerca, a horas de nuestra meta, de esa nueva vida.

Ya en la Patagonia profunda, entre Caleta Olivia y Puerto San Julián, a poco de terminar el viaje, nos quedamos sin nafta y fue grave. Grave porque la próxima estación de servicio quedaba a 100 kilómetros más adelante. No teníamos ninguna reserva de combustible, poca comida, estábamos en el medio de la nada. Mi padre decidió hacer dedo e ir a buscar nafta con el plan de volver, a dedo también, hasta donde estábamos. A pesar de la incertidumbre, esas horas fueron buenas para comenzar una amistad con el frío y el viento patagónico. La temperatura empezó a bajar; ya el calor sofocante de la selva misionera se había esfumado por completo. Sacamos todos los abrigos que teníamos y bajamos del auto. Empezamos a caminar, a respirar. Fue la primera vez que inhalé un aire tan limpio, tan puro. La sensación fue hermosa. El sol se empezó a perder entre las montañas y papá que no volvía. Volvimos al auto y nos quedamos dormidos. Al rato una luz nos encandeció, era el auto de un desconocido que traía a papá con un bidón lleno; y fue como ver a un superhéroe desfigurado que venía del más allá, estaba abatido, pero no derrotado. Al contrario, volvió victorioso con la solución y pudimos seguir. "Vamos que queda menos", nos alentaba cada tanto; y yo volví a enamorarme de él, la tristeza por el pase empezó a irse.

En un momento apareció un cartel de ruta, de esos de color verde que te dicen los kilómetros que faltan para llegar a un lugar y decía PIEDRA BUENA 100 KM. Nos brotó la ansiedad, estábamos llegando por fn. El dato que teníamos era que el pueblo también estaba en un pozo, como en un valle, y que al llegar lo veríamos desde arriba de la montaña, ni idea. Ese dato no sé cómo lo obtuvimos, pero fue verdad: empezamos a ver a lo lejos las luces de las calles de un pueblo mientras atardecía. Piedra Buena estaba frente a nuestros ojos, un pueblo cristalino, limpio, con un río verde, un puente enorme y mucha vegetación. Entre tanta pampa ver eso fue una maravilla. Habíamos llegado, pero no todo fue como lo esperábamos.

Mi papá fue a buscar las llaves de la casa que nos habían dado en el barrio militar y le dijeron que aún estaba habitada, y que se desocuparía en un mes aproximadamente. A esa altura estábamos entregados, entre el cansancio y el hambre nos importó en el momento, pero lo superamos rápido. Nos fuimos a vivir al cuartel donde habían destinado a papá, más exactamente en la enfermería. Nos esperaron con vacío al horno y papas. Y lo disfrutamos mucho, comenzamos a aliviarnos. Vivimos un mes ahí y dormíamos en camas de internación donde la joda era plegarlas con la manija y arruinarnos el descanso.

A los seis meses, ya instalados en casa y más adaptados, sonó el teléfono: era Fernanda, nos contó que se había separado y se venía a vivir al sur.

Mamá y papá pudieron comprar un terreno y construir una nueva casa, casi tan simbólicamente como construir una nueva vida. También fue la última casa que nos tuvo juntos porque después cada cual hizo la suya. Fuimos felices y lo llevo en la sangre.

Diciembre de 2016

Hace un par de años, un compañero de la facultad me preguntó por qué ponía a la Patagonia en todo lo que escribía, y no supe qué responderle. Quizás este relato lo responda mejor que yo.


Yo en un acto escolar en Misiones (1992).

Jorgito, Maisa, Carito y yo en el Glaciar
Perito Moreno, Santa Cruz (1996).


Martín González Robles.-
18 de julio de 2020


domingo, 21 de julio de 2019

Cuando el cuerpo se me va


Desde hace un tiempo a esta parte mi cuerpo se me fue, sucedió un efecto de desconexión entre él y yo, perdí el control; mi cuerpo empezó a controlarme a mí.

No tengo muy claro el origen de ese momento, solo sé que pasó, que estamos andando distintos caminos.

Mi cerebro, mi corazón y mi panza no están en sintonía, están cada cual por donde quieren estar, pero no juntos, a pesar de que entre todos convivimos.

El reflujo, la acidez, una bacteria poderosa en mi estómago y un malestar constante hizo que todo se desbandara. Fue la largada, así empezó este infierno que no quema ni ardió del todo.

Hace poco menos de un año veo más a un médico que a mis amigos, a mis mascotas, a mi casa, a mi familia, a mí. Solo pienso en mí, en lo mal que me he sentido.

Me duele el alma porque a veces nada es claro, todo es oscuro y nublado.


Sé que existen cosas buenas, que pasan cosas lindas, que vivir es hermoso; sé todo, pero no lo veo. Pasa que hay algo un poco más simple y menos complejo: si me siento mal, solo pienso en que me siento mal y el resto, el resto es solo un puñado de asuntos pendientes de los que no me puedo ocupar.

Me conozco el Sanatorio Güemes de memoria, sé dónde se hacen las radiografías, las ecografías, conozco los quirófanos, el área de emergencias. Cuando voy a la clínica siento como si fuese mía, mi segunda casa, a veces la primera. Muchas personas llegan desorientadas porque no saben adónde dirigirse para determinados temas y yo, que no tengo nada que ver con el lugar y soy un paciente más, funciono como un guía que le indica a los dolientes adónde deben ir para curarse.

He aprendido quiénes y cómo curan dolores y sé dónde están cada uno. Tengo identificados a los consultorios y hasta a las caras de los profesionales. No sé si lo quise alguna vez, pero me pasó, me pasa, me está pasando.

En menos de un año me hice cuatro endoscopías, altas y bajas; han entrado a mi cuerpo por todos lados, me han sacado sangre y me han analizado hasta el cansancio. Y, sin embargo, a pesar de que todos los estudios me dan perfectos, sigo extraño, algo raro.

He bajado 20 kilos en poco tiempo, soy la mitad de lo que era. La ropa me queda grande, quedo grande en mis jeans, en mis remeras. Quedo grande.

Vengo acá a exorcizar y a hablar porque estoy vivo, porque me quiero sentir mejor, porque estoy cansado de este agobio constante.

Cada día que pasa empiezo a entender un poco más esa extraña relación que tenemos nosotros con nosotros mismos. Conocernos bien puede ser la clave para seguir adelante. Tengo 37 años y quiero más, mucho más: quiero mañanas de sol con mate hechos con yerba de yuyos, quiero música suave y algo de pop para levantar el ánimo, quiero escribir, hacer teatro, cine y salir con mis amigos, con mi perro; quiero recuperar las ganas de cocinarle a él, de olvidarme por un rato de los síntomas de mi cuerpo, olvidarme de mí y solo ser, solo vivir, solo existir. ¡Quiero tantas cosas!

El arte va a salvarme una vez más, pero antes he de salvarme yo.

Debo blindar mi energía en contra de los fantasmas que vienen a diario. Debería tantas cosas que sé que debería. Y haré lo que tenga que hacer.

Heme aquí y quiero seguir estando.

Mar.-

domingo, 4 de marzo de 2018

Olí el fin, me olvidé y no vi


Y en aquel momento, mientras la cotidianidad me pisaba la cabeza, sentí el fin.
No sé qué es peor, si sentir el fin o volver de ese sentimiento y entender que solo fue una proyección inquieta y fugaz de mi cabeza.
Sin embargo, en aquella pequeña proyección, hubo una película que no vi.
No vi los edificios que danzan encima mío todos los días ni lo mucho que amo la ciudad.
No vi los parques, ni los juegos para niños.
No vi los senderos gastados por pasos fuertes.
No vi las veredas.
No me vi a mí.
No te vi a vos.
No vi nuestros viajes, nuestros momentos más felices.
No vi a nuestros hijos.
No vi a mi madre ni a mis sobrinos.
No vi a mis hermanos ni a los tuyos.
Olí el fin por un instante y todo fue tormento, horror, desconcierto y penumbras, a pesar de la luz que me encandecía.
Me olvidé del olor a la ropa limpia que tus manos forzaron.
Me olvidé de nuestra cama que es más fiel que nosotros.
Me olvidé de tu amor para nada marchito.
Me olvidé de nuestros anillos de oro blanco grabados con un secreto.
Me olvidé de tu forma de prender las hornallas para cocinarme en invierno.
Me olvidé de tu forma de ahuyentar mis miedos.
Me olvidé de tus manos regando nuestras plantas.
Me olvidé de cómo te miro mientras vamos solos en auto por una ruta oscura.
Me olvidé de la música que nos unió siempre.
Me olvidé de caminar, de mi bici (con lo que la amo).
Me olvidé del placer que me da soñar.
Todo en aquel instante me hizo olvidar y dejar de ver lo que más me importa y oler desechos.
¿Por qué volví de aquel fin? ¿Por qué he de tener de nuevo la posibilidad de rozar tu piel? ¿Acaso lo merezco? ¿Acaso no soy todo lo peor que creo de mí? ¿Acaso soy?
¿Cómo puede todo derrumbarse en un instante, en un pequeñísimo instante casi imperceptible?
¿Cómo puede nuestro ser olvidar tan rápido y dejarse atravesar por una ínfima porción de tiempo?
¿Cómo puede hacer nuestro ser para consumir más conciencia y menos fantasmas?
Volví; acá estoy; sacando lo malo para repeler este fallido fin.
Llevo varias horas celebrando cada gota de oxígeno que inhalo y exhalo, agradeciendo, subiendo mis plegarias a un cielo que sé que me escucha y no me deja solo.
Vivir es incierto, pero quiero seguir.

Martín González Robles.-
04 de marzo de 2018

domingo, 10 de septiembre de 2017

Amor fijo


Escribí este texto a partir de una premisa: el amor. Me convocó Eliana Bustos, una vez más, para participar de la Exposición Pensamientos Oxymorón. Estaba de viaje en Europa por rutas españolas cuando nació y lo terminé ya en casa, en Buenos Aires.



AMOR FIJO
El amor no va, ni viene. Porque el amor no es un vaivén.

El amor es apenas un poco más grande que nuestros brazos extendidos, por eso es imposible agarrarlo. ¿A quién se le ocurre tocar al amor?

El amor no va hacia la izquierda, ni hacia la derecha, ni arriba, ni abajo. Va recto, tieso, va en punta, sin preocupación por un estampido.

El amor es una chica sentada en una silla de plástico blanca al lado de una ruta soleada esperando que un hombre la haga huir de su pueblito medieval sobre una colina, un lugar que para muchos es un encanto para fotografiar, pero para ella es un infierno.

El amor a veces ruge cual ronquido insoportable para vos, pero no para mí. Porque si amo, puedo dormir al lado de un taladro intermitente.

El amor no se transfiere, por más que así lo quisiésemos.

El amor no necesita manijas de las que agarrarse porque no conoce el miedo, no es como vos, mucho menos como yo.

El amor no mata, lo que mata es el cáncer que después se transforma en reposo para ser despedido en una sala velatoria con el nombre y la foto de aquel que se lleva tu amor.

El amor es una naranja exprimida para beberla con dos hielos en el vagón restaurante de un tren que viaja sobre la orilla del mar.

El amor muerde, lame, susurra, te pasa por el lóbulo de la oreja, baja por el cuello, reposa en el ombligo, te hace nadar sobre fluidos sagrados, se abre entre dos rocas rojas con la fuerza del torrente de dos amantes; y el resultado es una porción de ese amor al que hay que criar y educar.

El amor está por encima de nosotros mismos, no hay nada que nos proteja más, ni nos aísle más, ni nos repela más a su antagonista: el odio; luchar contra el odio es batalla aburrida.

El amor son globos de todos los colores atados a un palo que sostiene un hombre fuerte que corre desnudo por una playa en penumbras.

El amor va en bicicleta por la ciudad recorriendo lugares donde exista el mejor café para sobrellevar el invierno.

El amor es adoptar a una gata albina sorda sin que te preocupe nada más.

El amor es viajar a la Patagonia y al volver tatuarte en el pecho tu cerro preferido.

El amor no mata mujeres.

El amor no desaparece hombres.

El amor no es corrupto.

El amor no es violencia.

El amor no sufre inflación.

El amor no consume cocaína.

El amor no tiene anorexia.

El amor no es mentira.

El amor no es egoísmo.

El amor no es abandono.

El amor no es xenofóbico, ni homofóbico.

AMOR. AMOR. AMOR. AMOR. AMOR. AMOR. AMOR. AMOR. Repetirlo tantas veces hasta no dejar de sentirlo.

El amor no tiene que salvar al mundo, nosotros tenemos que salvar al amor.




Martín González Robles.-
Andalucía y Buenos Aires
agosto y septiembre de 2017

domingo, 5 de marzo de 2017

Nosotros no somos el cuerpo


El cuerpo es el que banca, el que soporta, nosotros no somos el cuerpo. Nosotros somos caprichosos dispuestos a satisfacer todo tipo de necesidades aleatorias que dependen del ánimo, del instinto y ni hablar de lo emocional. Le metemos alcohol, drogas, comidas, le metemos de todo.

Nosotros no somos el cuerpo. El cuerpo banca, soporta y solo tenemos uno porque una es la vida y una es la oportunidad de vivir.

A mí me late una vena del cuello cada vez que algo de mi mente falla. Mi mente está fallada y estimo, creo, que la mente de todos padece de algún tipo de falla y esa falla se manifiesta a través de la sangre que pulsa y es constante, nada que ver a nosotros que un día somos amapolas y mañana margaritas. Nosotros no somos constantes y no nos interesa serlo. Ser constante no es naturaleza.

Las manos llevan las órdenes de lo que sucede ya mismo y nos ayudan a cumplir con lo terrenal. Las manos satisfacen deseos sexuales. Son tacto y orgasmo.

La garganta es una cascada en ebullición que tiene que estar siempre libre porque si se tapona no pasa nada, ni el amor, ni el odio, ni lo triste, ni lo sagrado.

La panza, lo digestivo, ahí sí que no hay joda, a pesar de que en jodas y despilfarros de necedades no es más que otra víctima de nosotros. Digerir es menester.

Los pies, qué lindos son los pies, qué lindo es tenerlos y que nos lleven, nos transporten.

Las piernas, ¿a quién no le gustan sus piernas?

El pecho, el que nos marca todo lo viril y lo femenino de nuestra existencia. Efímera existencia. Y si no, ¿por qué asociamos al cuerpo con la estética?: por efímeros.

¿El alma es el cuerpo? ¿Qué nos pesa más, el dolor o un plato de ravioles?

El cuerpo atraviesa todas las estaciones, convive con las temperaturas que nos congelan o nos calientan los deseos sin importar nada.

Al final de la vida el cuerpo es lo que queda y sin embargo ya es desecho. Porque en algún punto y por más que nos cueste asumirlo, somos desechables. Apenas si le importamos a una o dos personas, como mucho, como todo lo máximo. Y en eso hay algo de hermoso, esos pocos aman nuestro cuerpo. Más que el amor que uno mismo puede tenerse.

Y los espejos que están para reflejar más dudas que aciertos, porque caprichosos sí, ¿pero conformes? nunca.

Nosotros no somos el cuerpo. Dejémoslo en paz. Nos excedemos de autoritarios porque si nos trae algún malestar físico, le echamos la culpa de todo porque la culpa siempre es del cuerpo y no de nosotros. Por eso, nosotros no somos el cuerpo.

¿Entonces qué somos? Yo, en este momento, una noche de dudas.



Martín.
05 de marzo de 2017

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lunes, 7 de noviembre de 2016

Puzzle de sentimientos


Hoy siento que todos los sentimientos que tengo en el pecho, justo en la zona del esternón, están bien ubicados; como si fuesen un rompecabezas de un millón de piezas pero que sin embargo no cuesta nada encontrarlas para ponerlas una al lado de la otra, tal como son para que se arme una imagen, una idea, una cosa, un algo.

Me siento feliz. Estoy por recibirme de Guionista, están por darme el primer título de mi vida. Estoy feliz. Me siento feliz. Me siento guionista.

miércoles, 28 de septiembre de 2016

Infierno mío


Una puntada en la cabeza.
Eso siento ahora que los vicios se volvieron infierno.
Me queman las sienes.
Arden en el fuego todos mis miedos.
Soy apenas una mano saliendo del lodo.
Me hundo.
Te quiero como puedo.
Hice del amor un altar de realidades.
Yo soy una víctima más de mí mismo.
Porque despertar mañana no quiero.
Firmemos un pacto.
El pacto somos nosotros.
Asumirnos enteros lo inevitable.
Vayamos al mar.
Salgamos.
Dejemos al dolor quieto.
Seré todo.
Solo necesito que me dejes morir en tu boca.








Mar.-

viernes, 12 de agosto de 2016

Ojalá el cielo


Ojalá el cielo sea lo suficientemente grande como para que entres.
Para reemplazar mis brazos y que te gusten.
Ojalá alguien te acerque la nariz para llenarse del perfume de tu pelo y lo disfrute. 

Que la vida es dura no es sorpresa.

Me quedaría a vivir en tu frente.
Haría de este amor un bollito y dormiría acurrucado en tu cama.

Quedamos vivos pero sin rumbo.
¿Quién me asegura el reencuentro?

La mirada es grande como la vereda de enfrente.
Si te cruzás por mis ojos no hay forma de que no te vea.
Quiero verte.

Yo te quiero bien; yo te quiero, mi bien.

Las cosas más hermosas del mundo no tienen precio.
No me dejes dormir, no me dejes mentir.
Verte ir fue sufrir. Te lo prometo.

La sangre no es señal de ningún fin.

El ciclo, los ciclos, el círculo, el infinito.
El que me encuentre, que se encuentre.
Cuando te encuentre, que me encuentre.


Mar.-

miércoles, 3 de febrero de 2016

Julieta (cuento)


  La mañana empezaba para Julieta cuando la luz del sol se volvía imposible de aguantar, cuando esa luz tan potente penetraba hasta las paredes de hormigón de su departamento, y pasaba por todos los huecos hasta que llegaba a sus ojos, y la invitaba a un túnel del que ella huía mañana tras mañana; sabía sus intenciones, conocía sus efectos. 

  Apenas entrada en conciencia, el primer acto era ir corriendo al moisés a asegurarse de que su hija estuviese, y cuando abría el velo y veía a Carmela durmiendo, reía aliviada: tenía unos rulos rojos que al sol parecían rubios y lucía pálida, inocente, irreal. La cuna parecía vacía, pero su ángel descansaba enredada entre sus piernas y sus brazos, como si mantuviese una eterna posición fetal y fuese esa la manera más cómoda de dormir, y de existir.

  Julieta ejercitaba mantener la calma ni bien empezaba su día. Los ruidos que venían desde la calle se escuchaban entrecortados y difusos. Las sirenas ganaban protagonismo en su mente, pero les competía con canciones infantiles −que entonaba a los gritos−, hasta que los acordes se perdían lentos en el aire con forma de vapor de invierno... y todo volvía a ser silencio. 
Como parte de su rutina prendía la radio, se preparaba un café suave con mucho azúcar, iba hasta la ventana de la cocina que se había empañado durante la noche y escribía con el dedo en el vidrio palabras sin sentido, mientras movía la boca sin hablar, sacando como podía sentimientos contenidos llenos de frustraciones; las lágrimas le llegaban a la boca mezcladas con algunos mocos.

  Era diseñadora gráfica y trabajaba en una agencia a veinte cuadras de su casa. Iba caminando y aprovechaba el trayecto para dejar a Carmela en la guardería que le quedaba justo a mitad de camino. Caminar era parte del proceso.
Cuando llegaba al lugar le daban un beso y le pedían que se fuese tranquila, que no volviese. Ella insistía en dejar a la bebé, y con la misma discusión de todas las mañanas, se iba y seguía caminando con el cochecito hacia el trabajo, con una mirada dura... casi sin pestañear, asintiendo y negando a la vez con la cabeza.
Su embarazo había sido reciente, no hacía jornada completa; tampoco se la veía muy completa.

  Nunca estaba en calma mientras diseñaba, vivía pendiente de su celular, de si la llamaban de la guardería para darle noticias de la nena o cosas así. Tenía siempre su teléfono en vibrador y pegado al cuerpo para estar atenta de toda notificación. Al punto de que cualquier movimiento que hacía el aparato, ella saltaba asustada y su corazón le palpitaba fuerte... hasta que veía de qué se trataba. Por lo general, era su psiquiatra que le preguntaba cómo estaba, cómo se sentía, si necesitaba algo y si había tomado las pastillas.
Tomaba la medicación media hora antes de salir de trabajar y esperaba que le hiciera efecto para estar tranquila y así ir a buscar a la nena. Aunque tranquila no estaba nunca.

  Tenía 45 años; hija única de una familia de Buenos Aires de clase media. Era rubia; tenía el pelo corto; los ojos color miel; alta, muy alta; llena de pecas en la cara; los dientes algo torcidos.
Su padre, Ernesto, era contador, un hombre que engañó toda la vida a su esposa con su secretaria, pero no tuvo el valor de jugársela: ni por él, ni por ellas.
Nieves, su mamá, era ama de casa y tenía muchos problemas para caminar, la habían operado varias veces, le pusieron clavos de titanio en la columna para que tuviese un mejor pasar, pero su vida era una angustia tras otra: sabía que su esposo estaba con “esa”. Tenía 5 gatos y los trataba como a sus hijos; no dejaba que nadie la contradijera por esa consideración porque ahí sí que era capaz de arañar.
Había en Ernesto algo de compasión hacia Nieves, quizás eso explique, o justifique, la razón por la que nunca pudo dejarla.
Julieta sufrió la ausencia de su padre, se la pasó conteniendo a la madre y tratando de que sobrelleve la vida con viajes que hacían juntas, y fines de semana de charlas, y salidas, pero no pudo ocuparse verdaderamente de su propia vida, ni tampoco de amar.

  El sentimiento de ser madre cada día le pesaba más. Su reloj biológico la estaba apurando, la posibilidad de serlo a los 45 y sin novio era cada vez menos probable. Es por eso que decidió, con la ayuda económica de su papá, empezar un tratamiento de fecundación asistida y poder así cumplir su deseo. Entendiendo que sus padres eran adultos mayores y ella, sin pareja, no quería pasar el resto de sus años sola. 

  El tratamiento fue efectivo, a los pocos meses de haberlo empezado le dieron la noticia de que el embrión había fecundado y que en ocho meses y medio sería mamá. Si era nene lo llamaría Fidel, si era nena Carmela y le diría Carmelita.

  A los 9 meses de gestación, y a punto de parir, algo salió mal y la bebé murió en su vientre. Fue tanto y enorme el dolor por esa pérdida que entró en una profunda depresión; al punto de confundir la realidad. Nunca asumió la muerte de su hija.

  Luego de un tiempo internada por depresión en un centro psiquiátrico, empezó a mostrar signos de evolución y decidieron externarla para que empezara a llevar una vida normal. Ella quiso volver al estudio de diseño y vivía ¿sola?

  Por esa razón en la guardería no la recibían, porque ni en el cochecito, ni en la cuna, hubo nunca una bebé.


Martín González Robles.-
26 de enero de 2016